Me detuve por unos minutos – segundos que parecían horas – y seguí el vaivén de las nubes sobre Huayna Picchu (el cerro emblemático detrás de las ruinas). El sonido de los pájaros me comprobó que no se trataba de un sueño, que frente a mí estaban las ruinas precolombinas más importantes de América.
Pero lo que más llamó mi atención no fueron las ruinas en sí. Me impactó más la naturaleza alrededor de Machu Picchu: el movimiento místico de las nubes; el musgo que brota sobre las piedras; los conejos y pájaros que se asientan en las ruinas a meditar; y el río Urubamba al fondo del precipicio.
Ver Machu Picchu es una experiencia inolvidable. Se siente una oleada de placer cuando el panorama frente a los ojos encaja con esa imagen que está grabada en nuestro banco de memoria. Pero una explicación psicoanalítica no basta para entender esta sensación.
En su libro The Social Animal, David Brooks dice que “en momentos trascendentales las personas sienten que se fusionan con la naturaleza y con Dios, el alma se eleva y un sentimiento de unidad con el universo impregna su ser.”
Será por eso que los incas venían aquí para descansar o realizar ceremonias religiosas. Aunque su función exacta se desconoce, las divergencias sobre el uso de Machu Picchu sólo contribuyen a engrandecer su leyenda.
Una función importante de Machu Picchu es dar una lección de humildad a la humanidad. El hecho de que hace sólo seis siglos una civilización quería llegar al cielo sólo para estar más cerca de Dios (el Sol o cualquier otra fuerza de vida), nos hace reconsiderar nuestros valores y prioridades.
Aunque no hay civilización perfecta, sí han existido muchas que mantuvieron un contacto más cercano con lo espiritual. Eso ayudó a los incas a tener un sentido de propósito fuerte y una sociedad más organizada y honesta.
Los incas no entendían por qué los españoles cerraban sus puertas con llave. No comprendían por qué alguien quisiera robarle algo a otro. Tal era la pureza de su conciencia que dejaban la puerta de sus casas abierta sin preocuparse de que alguien robara sus pertenencias.
La tranquilidad en que vivían los incas es la misma que se siente en Machu Picchu. El alma es libre de soñar e inventar un mundo utópico, regido por el imperio de la honestidad y la hermandad.
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